Leones del Amor por Santiago Padilla

En todas las culturas que nos precedieron ha sido un elemento referencial de su universo simbólico. Sobre la base de sus cualidades, características o formas, a menudo, el animal ha sido utilizado como divisa, epíteto o alegoría. En el caso particular del león, se trata del rey de la fauna animal, al que tradicionalmente se le ha caracterizado por su fortaleza e inteligencia, como signo y sinónimo de realeza y, particularmente, del astro rey o como el rey del desierto. La propia simbología cristiana lo ha hecho suyo a través del Evangelista Marcos, al que simboliza, que empieza sus textos hablando del desierto y del río Jordán.
Utilizar este epítome para definir o identificar a un pueblo es algo más que un bello halago. No es un título que se gane en un rato. Y más aún, unido a una de las aspiraciones más nobles y universales del hombre, desde que pisa la faz de este mundo, capitalizado y redimensionado por la confesión católica: el amor, signo de identidad y aspiración continua de los que siguen a Cristo Redentor. Una simbología que nos ayudaría a explicar el derroche de arresto que van a significar las tres procesiones consecutivas, más una extraordinaria el próximo agosto. El termómetro que, una vez más, nos va a servir para tomar la temperatura actualizada de esta devoción multisecular. Un reto para el que las calles de la localidad exhiben estos días, como preludio y anuncio de los dos primeros ritos, un derroche de arte, que ha llenado sus cielos de filigranas efímeras blancas, de mimo y dedicación. Un esfuerzo sobrehumano, que no ha reparado siquiera en tantas y tantas limitaciones y apreturas de la hora presente.
Aquí volverán a lucir para elevarla y proyectar su imagen, las andas argénteas procesionales de la Virgen del Rocío, que se estrenaron en 1933. En ellas, rematando sus cuatro ángulos, junto al arranque de los costeros, aparecen formando parte del conjunto figurado, cuatro cabezas minúsculas de león, que por su tamaño han pasado frecuentemente desapercibidas. Y sabiendo que no hay en su traza nada al azar, que no pasara por el criterio formado e ilustrado, y por la imaginación de su conceptualizador y benefactor, Ignacio de Cepeda Soldán, es fácil presuponer que constituyen un mensaje, por sí mismas. Su propia localización, en el lugar mismo donde se libra el esfuerzo titánico y amoroso de los almonteños para llevarla, unido a la anécdota popular conocida, por la que en el ceremonial de la Coronación de la Virgen del Rocío, en junio de 1919, en el Real del Rocío, el cardenal Almaraz vio en las proverbiales cualidades de autoridad de la famosa camarista Anita Valladolid a una auténtica domadora de leones, que contuvo a los fieros almonteños, en circunstancias muy comprometidas; son un elocuente encargo para los almonteños de todos los tiempos. Con ellas, el vizconde quizás quiso dejarnos el testimonio de su homenaje personal a los hijos de su pueblo paterno; a su modo admirado de quererla y venerarla, al tiempo que con la invocación alegórica al rey de la fauna silvestre hacía una llamada a las generaciones futuras para que sigan siendo el signo áureo, puro, candente y expansivo, de unos auténticos leones del amor para la Madre de Dios, Reina y Señora de Almonte. Ser, como nos dejó escrito más tarde otro insigne rociero, Juan Infante Galán, «Boca de miel para bendecirla; trompeta de plata para vitorearla; pecho de bronce para alzarla; (…); y vaso de barro, sí, y muy humano, pero rebosante de amor, para en sus manos verterlo…».
Un bello elogio y honor, y una enorme responsabilidad.

Santiago Padilla

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