Doñana

«En tierra de Niebla ha una, tierra que Las Rocinas, e es llana, e es toda Sotos, e ha siempre puercos…» «…non se puede correr esta tierra sinon en invierno muy seco, que non sea llovioso, e en verano non es de correr, porque es seca e muy dolentrosa.»
Así se expresaba Alfonso XI en su Libro de la Montería, cuya redacción puede datarse entre los años 1342 y 1348.
Ya en el siglo XIII, y tras la reconquista del reino de Niebla por Alfonso X en 1262, el Rey Sabio, hace de Las Rocinas cazadero de la Real Corona. Y posteriormente, en reales cédulas de Fernando el Católico (1477, 1491, 1494); Carlos V (29 octubre de 1518) y Felipe II, aparecen con los nombres de Coto Real, Real Bosque y Palacio de las Rocinas, así como Coto Real del Lomo del Grullo y Las Rocinas, aquellos egregios cazaderos cuyos verdaderos e imprecisos límites habría que buscarlos en las voluntades de los reales cazadores.
Nos consta que, ya en el siglo XIII, Alfonso X el Sabio frecuentó cinegéticamente lo que hoy, siete siglos después, llamaríamos el corazón del coto de Doñana. Fue donde el rey, llevado de su conocido fervor mariano, erigió una ermita: la ermita de Santa Olalla, a orillas de la laguna del mismo nombre.
La extensa comarca comprendida entre Arenas Gordas y la desembocadura del Guadalquivir pasa a D. Alfonso Pérez de Guzmán por donación de Sancho IV, segundogénito hijo del Rey Sabio; y en directas sucesiones son los Medina-Sidonia quienes durante tres siglos poseerán estas tierras.
Donde falta el documento aparece la leyenda, y ésta, siempre más bella, al escribirla se hace historia. Difícil es profundizar en la génesis de Doñana, en ese nombre y en esa persona que vivió con él; la historia, a veces muy documentada, se trenza con vacíos que llena la leyenda; y los hechos aparecen y desaparecen con la mágica y ondulante continuidad de la propia vida.

Palacio de la Marismilla
Palacio de la Marismilla

Es Ana Mendoza de la Cerda, esposa de Ruy Gómez de Silva, Príncipe de Éboli, quien nos tiene que servir como punto inicial de una historia del Bosque de Doñana en el siglo XVI. La Princesa de éboli, al enviudar en 1573, posee una de las fortunas más grandes de España. Es frívola, indiscreta y caprichosa. Pasa, primeramente, tres inquietos años en el convento de carmelitas de Pastrana; después, vuelta a la corte, se ve envuelta en los mayores enredos del reinado de Felipe II. Su intriga política, siempre del brazo de Antonio Pérez, llega a dar forma al llamado partido ebolista, a la caída del Duque de Alba. Y su ulterior deslealtad a la corona obliga al propio rey a decretar su detención el 28 de julio de 1 579. Encerrada primero en la fortaleza de San Torcaz, es confinada después a Pastrana, donde muere en 1 592.

¿Amante de Antonio Pérez?, ¿amante de Felipe II? En tan complicada e intensa vida, en su propia volubilidad ambas cosas son admisibles; aunque la misma leyenda que le confiere hermosura su rostro irregular y pasión de amor a ligeros caprichos, pudo también llevarla a imaginarios aunque inmortales lechos.
Una hija de los Príncipes de éboli, Ana, casada con Alonso Pérez de Guzmán, VII Duque de Medina-Sidonia ahora nuestro centro de interés. Mujer retraída, antítesis ostensible de su madre es escandalizada por cuanto su hermano el Duque de Pastrana, le cuenta de madre, en visita que, con pretensiones crematísticas, les hace a los más sencillos Medina-Sidonia. Cuanto su hermano relató, sobre la vida licenciosa e indigna de su madre, parece debió ser la causa de las drásticas determinaciones que a continuación tomaría la sensible duquesa.
Por aquel entonces, la extensa comarca antes citada como propiedad de Medina-Sidonia, había pasado al Consejo del pueblo de Almonte, tras larguísimo pleito que comienza en el reinado de los reyes católicos y se resuelve a finales del siglo XVI. Pero las azarosas circunstancias antes expuestas hacen volver a los Guzmanes la zona más sureña del viejo legado real del primer Medina-Sidonia; porque Doña Ana pide a su marido dejar el rico Señorío de Sanlúcar de Barrameda y retirarse a vivir al inacabable bosque de alcornoques y pinos que se extendía solitario a la otra orilla del Guadalquivir. Y así consta que, en 1 585, el Duque de Medina-Sidonia compra terrenos de los Propios o Comunales de Almonte, terrenos que ya fueron de sus antepasados.
La finca, que comprendía desde la Algaida hasta Matalascañas y, siguiendo el mar, era envuelta por el Guadalquivir, comienza a llamarse Bosque de Doñana. Y en ella se construye un pequeño palacio: «Palacio de Doña Ana». Yen él transcurre el resto de la vida dé quien ha de dar su limpio y sonoro nombre a ese ignorado rincón de su patria. Y como grabado en el brezo y en la arena, la reliquia nominal de Doña Ana se conserva hasta nuestros días, cuando el remoto rincón de la lejana provincia de Huelva se hace esquina cercana del mundo.

Palacio de Doñana
Palacio de Doñana

Los últimos años de la vida de Doña Ana, se hallan sumidos en la más absoluta oscuridad histórica. La leyenda dice -con sus ojos ágiles y su pluma ligera – que su tristeza era indecible, que sólo hacia orar por su madre; que ya próxima su muerte se instaló en una lúgubre mazmorra de los sótanos del palacio; y que su marido, Don Alonso, terminó acompañándola.

Nada sorprendente es, al menos, la postura del esposo, si analizamos las circunstancias personales del Duque. Es hombre poco animoso, endeble y con un comprobado convencimiento de inferioridad; y a esta persona, débil por naturaleza, nuestra historia le introduce en una de sus más lamentables páginas. Porque este hombre delicado y sencillo, que vivía en su aislado virreinato de Andalucía, este Don Alonso Pérez de Guzmán, VII Duque de Medina-Sidonia, es, en infausto avatar histórico, designado por Felipe II para el mando de la Armada Invencible. Demostrativas son las excusas que expone al Rey y que constan en sus cartas: «Marearse cuando navega»; «No saber nada de la mar ni de la guerra»; «Sólo si el rey lo ordena podré acatar lo que sé que no podré cumplir». Es obvio lo sucedido frente a las costas inglesas a la que desde entonces dejó de llamarse Armada Invencible. Así, pues, por poca culpabilidad que pudiera traer a España el inepto y vencido almirante, Habría motivo suficiente para justificar una vida cada vez más marcada por el pesimismo y el desprecio vital.
El 14 de mayo de 1610, muere en Sanlúcar de Barrameda, donde había sido llevada en los postreros momentos para recibir los ritos eclesiásticos, Doña Ana. Su cuerpo recibió sepultura en el panteón de la Condesa de Niebla, en la Iglesia de Santo Domingo. Sin embargo, parece ser que, con posterioridad, sus restos fueron trasladados al Palacio de Doña Ana a fin de dar cumplimiento a la que fue su última voluntad. Y, afirma igualmente la leyenda, que a su muerte, acaecida en 1619, los restos del Duque fueron depositados, por expreso deseo del mismo, junto a los de su esposa.
Documento es que en 1902, y durante el curso de unas obras en el interior del Palacio, se hundió un basamento que dio luz a unas habitaciones subterráneas con un panteón sin lápida o inscripción alguna. En el mismo se hallaban restos humanos muy deteriorados pertenecientes a dos esqueletos. Las investigaciones practicadas fueron inconclusas e ineficaces, y dichos restos pasaron al osario del cementerio de Almonte. Ese desnudo epilogo podría dar rotundo epitafio a la bella leyenda: «Aquí, en el blanco osario de Almonte, entre tibias innominadas y cráneos desechos, entre la simple cal donde se agarró la vida, yacen quienes en vida fueron Doña Ana Gómez de Mendoza de Silva y de la Cerda, y Don Alonso Pérez de Guzmán, VII duque de Medina-Sidonia, Almirante en jefe de la Armada Invencible, Capitán General de la Mar Océana y Virrey de Andalucía».

«Doñana», Don Juan Antonio Fernández

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